Hay
matrimonios que se celebran una sola vez. Otros siguen celebrándose cada día,
expandidos de tal forma en la Historia que los habitantes del mundo gritan
«¡Vivan los novios!» cientos de años después de producido el feliz enlace. Es el caso de la boda que nos ocupa hoy: la de Isabel de Castilla y
Fernando de Aragón, celebrada un 18 de octubre de 1469. Boda que desembocó en
el reinado de ambos bajo el sobrenombre de los Reyes Católicos.
Su
primera empresa fue conquistar el Reino Musulmán de Granada. Se intuían lo principios
que iban a marcar su política: expansión territorial y absoluta equivalencia entre
nación y fe.
La fe que
les llevó, en 1492, a expulsar a los judíos. La que les llevó a inventar ese
cuerpo policial del pensamiento y la limpieza de sangre conocido como la
Santa Inquisición.
A mayor
gloria de Dios, conquistaron Navarra y casaron a tres hijos con los de los
reyes portugueses, con tal de ocupar ese trozo de península. Pero, ¿para qué
terminar España donde termina España si hay barcos para seguir?, debieron preguntarse.
Y se lanzaron a la conquista del Norte
de África. Y de las Islas Canarias.
A los
moros se les daba por perdidos, pero a los guanches canarios se les concedió la
oportunidad de convertirse en Auténticos Creyentes del Verdadero Dios. O en lo
que viene a ser lo mismo: españoles. Y, aunque los trabajos forzados y las
enfermedades acabaron por exterminarlos a todos, el experimento debió resultar
positivo: Fernando e Isabel decidieron repetir la operación a escala
continental con el descubrimiento de América.
Imagínense
la alegría que debió suponer para aquellas pobres gentes que llevaban siglos
viviendo dejadas de la mano de Dios, sin alma y sin respuesta, ver llegar a esos salvadores que no solo les traían el alma no; también estaban dispuestos a proporcionarles la españolidad.
Vale que
fueron expoliados de su tierra y su forma de vida. Vaciados de metales
preciosos y materias primas. Condenados al monocultivo y a la dependencia extranjera.
Masacrados por las enfermedades, los cañones y las espadas. Pero es un precio
mínimo, convendrán, a cambio de ser español y de obtener un alma.
A la
larga, los Reyes Católicos promoverían el multiculturalismo, poblando el nuevo
continente de negros africanos. Negros que también optarían a la españolidad y
al alma. Negros que, sin saberlo, se unirían a los indígenas y a los guanches, a
los judíos y a los moros de Granada, a los cuerpos calcinados por la Santa
Inquisición, y a los cadáveres de todas las guerras de religión por venir, en
un ensordecedor: «¡Vivan los novios!», aquella tarde del 18 de octubre en el Palacio
de Viveros, invitados forzosos en aquella ceremonia íntima que anudaba los
destinos de Castilla, Aragón, el Vaticano y el mundo en una gruesa cadena de
fanatismo, ambición, hipocresía, pureza de sangre y obediencia ciega a la fe.
Presentes
en la celebración, esta semana nos holgarán con sus relatos Umberto Senegal, Jorge Dávila Vázquez y Martín
Gardella. Y departiremos sobre Los niños
tontos, libro de esa gran dama que es Ana María Matute.
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