Comité Editorial

14 de octubre de 2012

Semana del 15 al 21 de Octubre de 2012.



Hay matrimonios que se celebran una sola vez. Otros siguen celebrándose cada día, expandidos de tal forma en la Historia que los habitantes del mundo gritan «¡Vivan los novios!» cientos de años después de producido el feliz enlace. Es el caso de la boda que nos ocupa hoy: la de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, celebrada un 18 de octubre de 1469. Boda que desembocó en el reinado de ambos bajo el sobrenombre de los Reyes Católicos.

Su primera empresa fue conquistar el Reino Musulmán de Granada. Se intuían lo principios que iban a marcar su política: expansión territorial y absoluta equivalencia entre nación y fe.

La fe que les llevó, en 1492, a expulsar a los judíos. La que les llevó a inventar ese cuerpo policial del pensamiento y la limpieza de sangre conocido como la Santa  Inquisición.

A mayor gloria de Dios, conquistaron Navarra y casaron a tres hijos con los de los reyes portugueses, con tal de ocupar ese trozo de península. Pero, ¿para qué terminar España donde termina España si hay barcos para seguir?, debieron preguntarse. Y se lanzaron a la conquista del Norte de África. Y de las Islas Canarias.

A los moros se les daba por perdidos, pero a los guanches canarios se les concedió la oportunidad de convertirse en Auténticos Creyentes del Verdadero Dios. O en lo que viene a ser lo mismo: españoles. Y, aunque los trabajos forzados y las enfermedades acabaron por exterminarlos a todos, el experimento debió resultar positivo: Fernando e Isabel decidieron repetir la operación a escala continental con el descubrimiento de América.

Imagínense la alegría que debió suponer para aquellas pobres gentes que llevaban siglos viviendo dejadas de la mano de Dios, sin alma y sin respuesta, ver llegar a esos salvadores que no solo les traían el alma no; también estaban dispuestos a proporcionarles la españolidad.

Vale que fueron expoliados de su tierra y su forma de vida. Vaciados de metales preciosos y materias primas. Condenados al monocultivo y a la dependencia extranjera. Masacrados por las enfermedades, los cañones y las espadas. Pero es un precio mínimo, convendrán, a cambio de ser español y de obtener un alma.

A la larga, los Reyes Católicos promoverían el multiculturalismo, poblando el nuevo continente de negros africanos. Negros que también optarían a la españolidad y al alma. Negros que, sin saberlo, se unirían a los indígenas y a los guanches, a los judíos y a los moros de Granada, a los cuerpos calcinados por la Santa Inquisición, y a los cadáveres de todas las guerras de religión por venir, en un ensordecedor: «¡Vivan los novios!», aquella tarde del 18 de octubre en el Palacio de Viveros, invitados forzosos en aquella ceremonia íntima que anudaba los destinos de Castilla, Aragón, el Vaticano y el mundo en una gruesa cadena de fanatismo, ambición, hipocresía, pureza de sangre y obediencia ciega a la fe.

Presentes en la celebración, esta semana nos holgarán con sus relatos Umberto Senegal, Jorge Dávila Vázquez y Martín Gardella. Y departiremos sobre Los niños tontos, libro de esa gran dama que es Ana María Matute.



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