El viaje estaba saliendo tan chuli que ni nos lo creíamos. Estambul resultó ser la pera y llevábamos días sin dormir. En el avión de vuelta, no teníamos más que chascar los dedos y allá que venía la chica cargada de zumo de naranja y cacahuetes. Las nubes, blancas, parecían de encaje y a veces se veían islitas abajo con sus muelles y su todo. Pero de pronto el señor piloto nos dijo muy serio por la mega que nos agarrásemos fuerte el cinturón porque pasaríamos por una zona de turbulencias. Eso dijo, turbulencias, pero casi no había acabado de decirlo, cuando el avión comenzó a dar vueltas y más vueltas. De pronto, donde antes teníamos la cabeza, ahora teníamos los pies y la gente gritaba y vomitaba y yo creo que hasta se salía por las ventanas y todo eso. Un asco todo. Había colas en el servicio y la gente se iba agarrando adonde podía y tenía los ojos vueltos y echaba pestes del avión, del piloto, de la vida y de todo. De pronto todo hizo bluffffff bluffffff y la luz se puso como viejuna. Así andábamos, cuando desaparecieron las nubes y, te lo juro, el cielo se puso tan azul, que dolía la vista y debajo no había tierra ni nada. No sé cómo lo hicieron, pero el aeropuerto en el que aterrizamos no era el nuestro, y allí la gente hablaba otra lengua bien distinta y no había quien se entendiera con los carteles y cuando, ya en el colmo, pude ver a una de nuestras azafatas corrí y le pregunté que dónde era que nos esperaban nuestros papás, ella se rió y me dijo, "pero, niña, cómo quieres que te estén esperando tus papás, ellos viven todavía".
Manuel Moya: Cielo Municipal (La Isla de la Sed)

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