Comité Editorial

4 de noviembre de 2012

Semana del 5 al 11 de Noviembre de 2011.


Casi podías estar seguro de que, si mirabas con la suficiente atención, alcanzarías a ver los desperfectos en la pintura del decorado y los límites del teatrillo. Concentrándote más, llegarías a dar con el hilo de pescar que dirigía los títeres; incluso los de los cuatro que pendían del vacío con una soga alrededor del cuello, los tres que quedaron enjaulados a perpetuidad y el ausente; ese que, aseguran, prefirió hacerse estallar a sí mismo.

No fueron los gritos de los niños los que les señalaron culpables; fue el mismísimo titiritero el que imputó el delito y determinó la pena.

Los acusaba de conspirar para fomentar el caos entre el resto de muñecos. Se sabía, pues nunca se molestaron en ocultarlo, que alentaron a la huelga que paralizó el espectáculo en Chicago, y que dirigieron la manifestación que llenó las calles de marionetas insatisfechas; marionetas que reclamaban la jornada laboral de ocho horas.

Aquel día, primero de mayo, no tardó en aparecer la legión de títeres de la porra. Se ordenó cargar y se ordenó disparar. El asfalto quedó sembrado de gomaespuma y trozos de marioneta.

Se organizó, la siguiente jornada, un acto de repulsa, un larguísimo mitin donde se denunciaba el trato infame del titiritero y sus secuaces.

El público estaba convencido de que caería el telón al final de los discursos. Pero en el último momento, reapareció la legión de títeres con porra. Todo anunciaba una nueva masacre de marionetas rebeldes. Nadie sospechaba el giro final: la bomba que estalló en el centro del escenario y sembró las primeras butacas de bracitos de gomaespuma terminados en porra.

El titiritero acusó y enjauló a ocho muñecos: los cabecillas del movimiento que reclamaba las ocho horas. Otras marionetas, amedrentadas o recompensadas con un mejor papel en el reparto, les señalaron como autores intelectuales y materiales del bombazo. Según argumentó el fiscal, aquel atentado contra la autoridad entre los títeres no era sino el prólogo de una obra mayor; una que pretendía pulverizar los hilos que desde siempre habían impulsado el destino del mundo.

De poco sirvieron los gritos en contra de los niños, la ausencia absoluta de pruebas, o las declaraciones de algunas marionetas valientes que demostraban los acusados ni siquiera se encontraban presentes en el momento en el que estalló la bomba. Sus cuerpecillos de trapo pendieron de la horca el 11 de noviembre de 1887.

Se llamaban: Parsons, Spies, Fielden, Schwab, Fischer, Lingg, Engel y Neebe, aunque sus nombres individuales se olvidaron. La ignominia y el crimen estatal eran tan evidentes, que pronto fueron conocidos como Los Mártires de Chicago, orgullo de la clase obrera y origen de la celebración del Primero de Mayo. Hasta el mismísimo titiritero los recuerda hoy como héroes.

Y casi puedes estar seguro de que, si miras con atención, alcanzarás a ver los desconchones en la pintura y los límites del teatrillo. Incluso, si te esfuerzas más, puedes dar con el hilo que dirige los títeres.

Desde la Internacional Microcuentista nos gusta recordar los microrrelatos de ayer que posibilitan los microrrelatos de hoy. Microrrelatos como los de Eduardo Galeano, Estefanía Paéz Jiménez o José Manuel Ortiz Soto. Microrrelatos como los que contiene el volumen Sentido sin alguno de Agustín Martínez Valderrama. Microrrelatos que acompañarán nuestra semana y que seguramente contienen deudas hacia los Mártires de Chicago; hacia todos aquellos que enseñaron a leer a los trabajadores y a los hijos de los trabajadores.

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