Casi podías
estar seguro de que, si mirabas con la suficiente atención, alcanzarías a ver
los desperfectos en la pintura del decorado y los límites del teatrillo.
Concentrándote más, llegarías a dar con el hilo de pescar que dirigía los
títeres; incluso los de los cuatro que pendían del vacío con una soga alrededor
del cuello, los tres que quedaron enjaulados a perpetuidad y el ausente; ese
que, aseguran, prefirió hacerse estallar a sí mismo.
No fueron
los gritos de los niños los que les señalaron culpables; fue el mismísimo titiritero
el que imputó el delito y determinó la pena.
Los acusaba
de conspirar para fomentar el caos entre el resto de muñecos. Se sabía, pues
nunca se molestaron en ocultarlo, que alentaron a la huelga que paralizó el
espectáculo en Chicago, y que dirigieron la manifestación que llenó las calles
de marionetas insatisfechas; marionetas que reclamaban la jornada laboral de
ocho horas.
Aquel día,
primero de mayo, no tardó en aparecer la legión de títeres de la porra. Se
ordenó cargar y se ordenó disparar. El asfalto quedó sembrado de gomaespuma y
trozos de marioneta.
Se
organizó, la siguiente jornada, un acto de repulsa, un larguísimo mitin donde
se denunciaba el trato infame del titiritero y sus secuaces.
El
público estaba convencido de que caería el telón al final de los discursos. Pero
en el último momento, reapareció la legión de títeres con porra. Todo anunciaba
una nueva masacre de marionetas rebeldes. Nadie sospechaba el giro final: la
bomba que estalló en el centro del escenario y sembró las primeras butacas de
bracitos de gomaespuma terminados en porra.
El titiritero
acusó y enjauló a ocho muñecos: los cabecillas del movimiento que reclamaba las
ocho horas. Otras marionetas, amedrentadas o recompensadas con un mejor papel
en el reparto, les señalaron como autores intelectuales y materiales del bombazo.
Según argumentó el fiscal, aquel atentado contra la autoridad entre los títeres
no era sino el prólogo de una obra mayor; una que pretendía pulverizar los
hilos que desde siempre habían impulsado el destino del mundo.
De poco
sirvieron los gritos en contra de los niños, la ausencia absoluta de pruebas, o
las declaraciones de algunas marionetas valientes que demostraban los acusados
ni siquiera se encontraban presentes en el momento en el que estalló la bomba. Sus
cuerpecillos de trapo pendieron de la horca el 11 de noviembre de 1887.
Se
llamaban: Parsons, Spies, Fielden, Schwab, Fischer, Lingg, Engel y Neebe,
aunque sus nombres individuales se olvidaron. La ignominia y el crimen estatal eran
tan evidentes, que pronto fueron conocidos como Los Mártires de Chicago, orgullo
de la clase obrera y origen de la celebración del Primero de Mayo. Hasta el
mismísimo titiritero los recuerda hoy como héroes.
Y casi
puedes estar seguro de que, si miras con atención, alcanzarás a ver los
desconchones en la pintura y los límites del teatrillo. Incluso, si te
esfuerzas más, puedes dar con el hilo que dirige los títeres.
Desde
la Internacional Microcuentista nos
gusta recordar los microrrelatos de ayer que posibilitan los microrrelatos de
hoy. Microrrelatos como los de Eduardo Galeano, Estefanía Paéz
Jiménez o José Manuel Ortiz Soto. Microrrelatos como los que contiene
el volumen Sentido sin alguno de Agustín
Martínez Valderrama. Microrrelatos que acompañarán nuestra semana y que
seguramente contienen deudas hacia los Mártires de Chicago; hacia todos
aquellos que enseñaron a leer a los trabajadores y a los hijos de los
trabajadores.
Uf, Galeano me encanta.
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