Por carecer de dinero para librarse
del servicio militar, Marcos Mateo Conesa fue arrancado de su Tronchón natal y
embarcado a Filipinas. Concretamente a la posición de Baler. Concretamente en
el momento en que a los nativos les dio por sublevarse contra el Imperio
Español.
A Mateo casi que le daba igual si
los filipinos eran españoles, austrohúngaros o mongoles del norte, pero él ni
pinchaba ni cortaba. Ahí estaban el teniente Zayas y el teniente Martín Cerezo
para recordarle el sagrado deber de defender el territorio español. Territorio
que, en este caso, se había visto reducido a los cincuenta metros cuadrados que
ocupaba la parroquía de San Luis de Tolosa.
337 días. 337 días de disparos y
cañonazos, de hambre y beriberi. 337 días de soportar el hedor de los
compañeros muertos cuyos cadáveres apilaban contra la pared.
Total para nada: a pocas semanas de
iniciado el asedio, a España le dio por rendirse ante Estados Unidos, país al
que cedió la soberanía sobre Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas. Y no es que
los asediantes no insistieran en ese punto. Es que aquel teniente Martín Cerezo
—el beriberi había mandado a Zayas al otro barrio— no creía una palabra. Sin
duda era un infundio. ¿Cómo iba a desvanecerse un imperio de más de 300 años en
cuestión de semanas?
Tuvo que venir el teniente coronel
Aguilar a ordenarles que depusieran las armas. Y no convenció al teniente del
todo. Suerte que traía unos periódicos que persuadieron a Martín Cerezo de
negociar la rendición.
El enemigo se comportó de forma
admirable. Acompañó su salida de la iglesia con un pasillo de honor. En la
capital, Manila, se citó una multitud que despidió entre vítores a aquel grupo
de famélicos soldados que habían demostrado un valor, una abnegación y un
sentido del sacrificio sobrehumanos.
La patria en cambio fue otro cantar.
Un recibimiento frío, un silencio culpable y una pensión de siete pesetas fue
cuanto recibieron aquellos a los que la prensa había bautizado como "Los
últimos de Filipinas". Todavía faltaban años para que Franco y sus
compinches encontraran en ellos el ejemplo más elevado de las virtudes del
pueblo español. Años para las películas, los ensayos, las novelas y los
desfiles militares en su honor.
Con
más pena que gloria, Marcos Mateo Conesa regresó a su Tronchón natal donde,
hasta el 23 de marzo de 1923, día que le vio morir, empleó su tiempo en trenzar
sombreros y en preguntarse si aquello que llaman heroísmo no será en realidad
más que pura y llana estupidez.
Pequeñas
grandes batallas, como las que sostienen los cuentos de Jacques Sternberg, Diego
Alejandro Majluff y Martín Gardella
que aparecerán esta semana en la Internacional
Microcuentista. Edgar Omar Avilés
compartirá con nosotros sus experiencias en el combate de vivir y escribir,
reseñaremos los Cuadernos de
microrrelatos de Antonio Cruz, y
proyectaremos el cortometraje Guerra
de Jorge Vajñenko.
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