Comité Editorial

28 de abril de 2013

Semana del 29 de Abril al 5 de Mayo de 2013.

    Albert Hoffman describió la composición química de la quitina, ese componente celular de los hongos y del exoesqueleto de crustáceos, arácnidos e insectos, que se emplea en el tratamiento de aguas, la curación de heridas o como espesante de alimentos y medicamentos variados. Pero es bastante más conocido por un paseo en bicicleta. Concretamente, por el que realizó minutos después de descubrir por azar el LSD.

     Hoffman fue el primero en internarse en ese mundo donde las líneas rectas se curvan, los colores se multiplican, lo sólido se torna líquido y los monstruos de dentro armario habitan realmente el interior del armario. Experimentó un trastorno de terror infinito al que sobrevino un estado de clarividencia mística y de conexión absoluta con la naturaleza, que culminó en una nueva forma de percibir, agradecer y experimentar la vida. 

     Al principio su descubrimiento se restringió al empleo médico en el campo de la psiquiatría. Este uso permitió que muchos pacientes se enfrentaran a miedos enterrados en lo más profundo de la mente, a los que los psicoanalistas eran incapaces de acceder por otros medios. Pronto lo descubrieron los intelectuales y los artistas. Y, al mismo tiempo que el movimiento hippie se extendía entre la juventud norteamericana, su uso se propagó por el movimiento hippie, creando un estado de alucinación y locura colectiva más propio de una tribu ancestral que de la civilización de los rascacielos y la bomba atómica.

     Los gobiernos occidentales, siempre atentos a que la población no perciba más realidad que la que ellos se encargan de fabricar, prohibieron totalmente su uso y su estudio. Esto contrarió bastante a los intelectuales, los artistas y los hippies pero aún más a Hoffman, que no aprobaba el uso a lo tonto y sin control que se hacía del LSD, pero a quien le hubiera gustado seguir estudiando las posibilidades terapéuticas y oníricas que brindaba la sustancia. De hecho, tan sólo un año antes de morir, el 29 de abril de 2008, escribió una carta a Steve Jobs, fundador de Apple y usuario agradecido y confeso del ácido lisérgico, solicitando su influencia y su ayuda para despenalizar la sustancia para uso experimental y terapéutico; por desgracia, ambos desaparecieron del mapa antes de que esta alianza pudiera dar frutos.

    Albert Hoffman tenía 102 años cuando murió y estaba incluido entre los 100 grandes genios que había dado el siglo XX. No precisamente por descubrir la composición química de la quitina.

     En la Internacional Microcuentista, esta semana aparecerán los cuentos oníricos de Álvaro Menén Desleal, Miguel Torija Martí y Martín Gardella, combinados con una entrevista alucinante a Antonio Serrano Cueto.

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