Comité Editorial

7 de diciembre de 2014

Semana del 8 al 14 de 2014.

        Venían de alfombrar el mundo con entre 60 y 73 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial y, pocos años antes, finiquitaron a entre 10 y 31 millones de seres humanos en la Primera.

De la masacre al por menor de flechas, espadas, lanzas, cuchillos y toscos fusiles y cañones se pasó, apenas sin transición, a las bombas capaces de borrar la vida.

Las sombras de dos grandes colosos se alzaban sobre el planeta. Ponían sus armas a punto cada uno en su lado del telón de acero. Debajo y a las afueras de sus áreas de influencia volaban en pedazos los antiguos imperios, garantes de un orden de amos y esclavos.

Hubo que desarrollar instituciones multilaterales y trazar unas normas de convivencia mínimas. Algún tipo de regla a la que atenerse.

Ese fue el espíritu que presidió la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos el 10 de diciembre de 1948. Sólo un documento, siquiera vinculante, cuyos principios incumplieron primero aquellos que lo aprobaron.

Sin embargo es también el primer documento que plantea, a nivel mundial y tras millones de años de peripecia humana, que cada persona goza de derechos irrenunciables por el mero hecho de existir, independientemente de su color, su condición sexual, sus ideas y sus creencias.

Meras palabras si se quiere: cuentos. Pero cuentos que sirven para inspirar leyes o que los oprimidos esgrimen contra el tirano. Cuentos con los que es mejor contar que no contar. 

En la Internacional Microcuentista estamos convencidos de la suprema importancia de los cuentos. Esta semana aparecerán los de Adolfo Bioy Casares y Gabriel Bevilaqua. Y Leonardo Dolengiewich compartirá con nosotros su método para escribirlos.

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