En aquel tiempo y en aquel lugar se podía ser sacerdote y fascista, tener casa en el barrio más lujoso y dirigir los ejercicios espirituales de un dictador henchido de gloria mundana y legítimo orgullo.
Resultaba sin embargo llamativo que la misma persona trasladara su residencia a los barrios donde los expulsados del campo construían sus chabolas, siempre acosados por la pobreza, las enfermedades y las fuerzas del orden.
Y constituía un escándalo que se fundiera con su población, que interpusiera su cuerpo ante las excavadoras, que la emprendiera a golpes con los obreros que gastaban su salario en la taberna, que reuniera en su parroquia sindicatos ilegales, que recorriera las comisarias exigiendo la liberación de los presos políticos, y que acabara alzando el puño ante el mismo dictador al que en tiempos reconfortó el alma.
No quedaban chabolas, aquel 10 de febrero de 1992 en que Dios le llamó a discutir su militancia comunista. Una de las pocas cosas, aseguraba el padre José María de Llanos de las que no se arrepentía. Los dignos vecinos de aquellos barrios dignos, que salieron por cientos a despedirle, confiaban en que el Todopoderoso albergara simpatía por los personajes que nadan contracorriente y nunca en su provecho. Unos cantaban la Internacional. Otros rezaban el rosario.
Breves pero importantísimas gotas en el oceáno, como los microrrelatos que Pablo Melicchio y Alvaro Yunque compartirán con nosotros esta semana, en la que Araceli Esteves nos contará qué fue de su blog El pasado que me espera.
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