Comité Editorial

2 de noviembre de 2012

Nadie

            
     Me levanté tarde de la cama, como todos los domingos. Eran más de las diez. Mientras me desperezaba, miré por la ventana y me sorprendí al ver, bajo un sol sin fuerza, el quiosco todavía cerrado. Al mal tiempo buena cara, pensé, así que decidí desayunar en la cafetería para leer el periódico con tranquilidad, pero al llegar abajo la encontré con la persiana bajada. Llamé a Carla, mi chica, pero la misma voz que me agradece a diario la compra de tabaco y la que me aconseja dejar el tique de forma visible en el parabrisas de mi coche, me informó, por primera vez en la vida, de que su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Lo intenté con Carlos, con Javi y con Alberto, pero conseguí idéntico resultado. Bueno, me dije con resignación, pasaré la mañana solo, hasta que me llamen. 
            Al cabo de un rato advertí que, además, no había nadie en el barrio, ni peatones ni vehículos circulando. La sensación era angustiosa, por insólita. A medida que recorría las calles, comprobando a cada instante que no había recibido ninguna llamada en el móvil, encontraba un panorama desolador: ni un alma en las calles, todas desiertas, las tiendas cerradas, los coches estacionados. Incapaz de soportar tanto aislamiento, me acerqué al parque para asegurarme un encuentro con personas, pero allí tampoco había nadie. Recorrí a toda prisa las dos calles que me separaban de mi coche con la intención de montarme en él y conducir hasta que apareciera alguien, aunque fuera un completo desconocido, ya me bastaba. Pero, tras cuarenta minutos dando vueltas sin compañía por las principales avenidas y calles, desistí. Estaba solo en la ciudad, quizás también en el mundo. 
             Ahora, dos años después, ya me ha acostumbrado a la soledad absoluta. Nadie en las calles, ni en las tiendas, ni en las casas, ni en las fábricas ni en los colegios. Sin embargo, no es tan difícil soportarlo. Lo peor no es eso; lo peor es descubrir colillas todavía humeantes en el suelo, vasos con los cubitos de hielo sin derretir, o ver los columpios del parque balanceándose mientras se oye un murmullo de voces, riéndose, a lo lejos. 

Víctor Lorenzo Cinca, Realidades para lelos, 2012.
Imagen: Idoneus homo, tomada de aquí.

3 comentarios:

  1. Se necesita mucho temple para soportar esas colillas aún humeantes y hielos sin derretir, al final... Casi invitan a un segundo microrrelato de angustia y terror.
    Abrazos presenciales

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. Si te animas con esa segunda parte, Susana, avísame. Estaré encantado de leerla. Otro abrazo para ti.

    ResponderEliminar

Los comentarios anónimos serán eliminados. Gracias por su comprensión.