Cuando sus papás, muy tristes, le dijeron que tendría que tirar su pez a la basura porque ya no podían seguir llenando la pecera con el agua que salía de los grifos de casa, él corrió a su habitación y metió su cabeza debajo de la almohada. Y lloró tanto que su sábana quedó empapada. Pero tuvo una idea: si lloraba mucho, podría llenar la pecera de lágrimas y salvar a Esturión. Así que pasó noches enteras pensando cosas tristes, y cuando ya no se le ocurrió nada más, le pidió a su hermana, que ya era su compinche, que le pellizcara primero en sus bracitos flacos y luego por todo el cuerpo, hasta que llegó a perder la sensibilidad; pero no le importó porque haría cualquier cosa por seguir teniendo a su pez. Y un día, cuando el bote que decía "mermelada de melocotón" estaba a rebosar de lágrimas, primero metió a su pez en una bolsa de plástico, luego, su hermanita tiró el agua sucia y maloliente por el fregadero y por fin vaciaron hasta la última lágrima del bote en la pecera. Y cuando el bichito saltó de la bolsa, nadó como nunca, limpio, casi transparente. Y esa noche, hubo un niño que soñó que era un valiente pirata que viajaba encima de una ballena. Y al día siguiente, nada más al despertar, ese mismo niño salió corriendo a ver a Esturión, pero lo encontró con la boca abierta, quieto, con los ojos muy blancos. Y solo mucho tiempo después supo que ningún pez de agua dulce hubiera sobrevivido en una pecera llena de lágrimas.
Adrián Pérez Avendaño, Un mal día para el pez plátano, 2013.

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