Cerdo Harry despreciaba las armas de fuego para cometer sus crímenes: eran demasiado rápidas. Él disfrutaba con la sangre salpicada en la ropa y los cuerpos con espasmos. Por eso, después de romper el ladrillo en la cabeza del policía, Cerdo Harry sacó una navaja de la cazadora y la elevó con ambas manos para hundirla justo al centro del pecho, pero se quedó inmóvil: esa pequeña arma blanca no expresaría todo el rencor que sentía por la Policía. Escudriñó con la mirada el callejón, descartó un tubo cromado porque intuyó que no causaría suficiente daño. Pensó que una barreta negra con destellos en azul eléctrico sería el arma ideal para la ocasión. En un primer plano, el rencor tendría que estar simbolizado con manchas de sangre, provocadas por los navajazos que dejarían expuestas las entrañas. El gris metálico de los botes de basura estaría en equilibrio con la tenue luz del foco que alumbraba el callejón. El contraste de colores no debía causar repugnancia, sino una atracción incomprensible a pesar de la imagen violenta. Soltó un quejido.
- Lo que cuesta ser un artista del crimen.
Fernando Sánchez Clelo, Un reflejo en la penumbra, 2016.
Atrapante.
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