Las
mujeres de los pescadores se sientan en el muelle, al borde del agua,
y reparan los agujeros de las redes de sus maridos para que, al
atardecer, puedan salir de nuevo a faenar y haya comida un día más
sobre la mesa. En ciertas intersecciones, cuidadosamente elegidas,
sustituyen el cáñamo por algunos de sus propios cabellos que se
arrancan de un tirón seco mientras entonan melodías tristes y
oscuras. Con esta sencilla ceremonia protegen a los hombres del
embrujo al lograr que las sirenas que quedan atrapadas en la red,
junto a centenares de sardinas, mueran decapitadas.
Jesús Esnaola, El doctor Frankestein, supongo. 2013.
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